12.10.09

Y confieso que viví enamorado

Y confieso que me estaba muriendo de nervios. Estábamos sentados en la banca. Juntitos. Y fue cuando le tomé la mano.

Y confieso que desde la primera vez que la vi, entrando por la puerta de la escuela con su vestido verde a cuadros, fue cuando supe lo que era suspirar. Y que cuando se sentaba en las sillitas del preescolar yo me sentaba detrás, para poder ver sus coletas moverse cada vez que le decía a la maestra que no sabía una respuesta.

Y confieso que fui yo el que le puso un sapo en su lonchera. Fue la primera vez que hice un regalo para alguien especial. Tardé casi dos días en cazarlo, pero al final atrapé al más gordo y grande. Sólo lo mejor para ella.

Y confieso que fui yo el que dibujaba su cara, y otras cosas, en mis cuadernos rayados de geografía. Y que acabé reprobando por no tener apuntes. El profesor nunca entendió que es difícil pintar a la niña perfecta y cuando no sale bien a la primera, hay que arrancar la hoja y quemarla.

Y confieso que fui yo el que esperaba fuera de su casa, cada jueves, para poderla ver en su vestido de flamenco. Y que intenté seguir el coche de su padre mil o un millón de veces para saber dónde era su clase. Pero nunca corrí lo suficientemente rápido, para cruzar el semáforo de dos cuadras adelante.

Y confieso que intenté muchísimo evitar reírme cuando un día llegó con brackets a la plaza, pero todos reían tan fuerte, que acabé riéndo de nervios aún más ruidosamente que todos. También confieso que fui el cobarde más grande al no ir a abrazarla cuando estaba llorando en la esquina, junto a los árboles de eucalipto.

Y confieso que la primera vez que dije groserías, ésas que se dicen con odio, fue en secreto hacia aquél primer novio que tuvo. El tarado aquél que iba tres años arriba que yo. Y yo no entendía cómo se puede odiar a alguien que te ha robado lo que nunca ha sido tuyo.

Y confieso que intenté mejorar mis pasos de baile en el espejo de mi casa la primera vez que supe que íbamos a coincidir en una fiesta. Y, es cierto, no mejoraron mucho. Pero aunque no logré captar su atención, sí la de dos amigos que bautizaron mi movimiento arrítmico como el baile del avestruz.

Y confieso que hubo casi dos meses de mi vida en los que creí que podía ser poeta. Y que a pesar de que la rima asonante y la métrica libre me ayudaban a que morena rimara con sirena, nunca hubiera podido publicarlos. Cuando se tiene demasiado sentimiento es imposible ponerlo en un papel y que suene a canción.

Y confieso que me sentí tremendamente mal cuando me rechazó para ir a tomar un chocolate caliente aquella fría mañana de noviembre. Y no creo que nadie sea alérgico al azúcar.

Y confieso que mi primera novia fue casi tan bonita como ella. Pero que siempre que la veía soltaba la mano de mi chica instintivamente. Tal vez ese detalle fue la razón por la que me dejó.

Y confieso que metí dos clases de apreciación artística contemporánea en la universidad sólo para estar de nuevo en la escuela con ella. Para sentarme detrás y ver su cola de caballo moverse cada vez que no sabía que la corriente del bauhaus no está presente en los performances chilenos del siglo XX.

Y confieso que casi lloré cuando el amigo de la prima de su vecina me contó que se iba a mudar de ciudad. Que porque necesitaba acabar sus estudios en aquella provincia desértica que había olvidado el agua.

Y confieso que era yo el que vagaba por su antigua calle, cada jueves, e intentaba llegar a la academia de baile, que quedaba muy cerca del cruce que nunca pude pasar diez años antes. Y que cada vez que veía alguien bailar flamenco se me llenaba el pecho de mariposas.

Y confieso que mi corazón se rompió en seis o siete partes cuando me llamó para decirme que se casaba a mediados de septiembre. Y confieso que fui a su recepción por puro compromiso. Y que no estaba tan borracho en la boda, sólo posaba para que la gente creyera que me la estaba pasando bien.

Y confieso que me enamoré perdidamente tres meses después de que ella regresó de su luna de miel. Mi futura esposa fue perfecta para olvidarme de ella todos esos años. Incluso cuando me la topé en aquella reunión de exalumnos, no solté la mano de mi pareja.

Y confieso que una sonrisa malévola se me escapó cuando me llegó el chisme de que se había ido a vivir un tiempo con su madre.

Y confieso que cuando recogíamos a nuestros respectivos hijos del fútbol siempre creía que podría haber parido críos un poco menos pelirrojos si los hubiera tenido conmigo. Sin embargo, cuando la veía platicar con ellos, yo sonreía recordando la vez que me dije a mi mismo que siempre sabría que sería una estupenda madre.

Y confieso que fue muy extraña esa tarde de vacaciones en la que nuestras familias coincidieron en aquella playa caribeña. Hubiera ayudado un poco el hecho de que su esposo no hubiera estado en el casino, sus hijos en la alberca y los míos jugando volleyball con mi esposa. Pero fue una puesta de sol que recordaré por siempre, ahí, sentados uno junto al otro. Contemplando el naranja y el rosa del cielo.

Y confieso que la abracé un poco más de lo debido cuando se apareció en el funeral de mi esposa. No puedo decir ahora si fue la tristeza o la libertad de abrazarla diferente. Pero lo confieso.

Y confieso que era yo el que vagaba con mi bastón, el que ayudaba a nivelar mi rodilla mala, por aquella calle donde ella solía salir cada jueves con su vestido de flamenco. Y me reía mucho. A ese paso nunca hubiera alcanzado el coche de su padre.

Y confieso que me llevé una foto suya al asilo. Una de cuando salíamos en la universidad con todos los de la facultad de periodismo. No sonreía en la foto, pero se le veía que quería sonreír.

Y confieso que intenté esconderme el día que se apareció ella en el mismo asilo. No quería que me viera de aquella manera. Quería que ella me recordara como antes, no con ese cuerpo lleno de pellejos donde no van y de huesos saliendo de lugares ilógicos.

Y confieso que ella fue la que se acercó a mi un día y me preguntó si no la reconocía. Y confieso que me hice el loco por un segundo, haciéndome el interesante, pero que al final le dije que tenía un vago recuerdo de quien era ella.

Y confieso que cuando ella salía a tomar el sol a las sillas, yo me sentaba detrás para ver su chongo moverse cada vez que daba una negativa a una oferta de chocolate caliente. Y confieso que me hice ilusiones de que en realidad fuera alérgica al azúcar.

Y confieso que esa tarde que todos se habían ido a tomar la siesta, y estaba aquél sol poniéndose cada vez más, fue cuando me armé de valor y me senté a su lado. Y confieso que me estaba muriendo de nervios. Estábamos sentados en la banca. Juntitos. Y fue cuando le tomé la mano.

11 comentarios:

  1. Confieso que me enamoré de tí cuando lo leí...
    Te re-odio... ¿Por qué eres tan brillante?

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  2. Anónimo12.10.09

    Esta de pelos amigo!!! Cabe mencionar que lo leí por petición de Liz mi amiga, a quién también le encantó!
    Auro

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  3. Thanks for telling me the story....i love it ;D

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  4. wow Diego... sin palabras! así o más amor?

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  5. Esto es de aquellos escritos q te dejan con la sonrisa irónica de "si! Lo se! ¿Por que tenía que ser así?" par terminar en, "que bueno que así fuera todo."

    Momentos de la vida, ¿no?

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  6. Ay Diegui, no cabe duda que el talento nacional siempre migra... Por un momento creí que en serio te estabas confesando (el morbo!)

    Te extraño mucho amigoo!! Sigue escribiendo para sentirte cerca :)

    Te quiero !!!!

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  7. Wow Diego, gracias por la nota!
    - Vina

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  8. Anónimo12.3.10

    mis respetos, una gran historia contada del lado que no ven las personas que amamos y que nos hacen cometer algunos ridiculos

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  9. i loved this one the most, diego!!!!!!!!!!!

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  10. Anónimo25.10.10

    Amigo, no se ni como fue que llegué a tu blog, pero de verdad te felicito. Increible la entrada, y desde hoy, solo por ella, me vuelvo un visitante asiduo de este blog.

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