7.11.10

Cuatro citas con el buen Patricio

Y ella vio irse a Patricio y a su globo, acompañados uno del otro. Pero esta vez, él era el que se estaba moviendo y ella estaba ahí, en la entrada del museo, parada, estática, frunciendo el ceño. El microbús en el que viajaba Patricio, porque Patricio es de aquellas personas que viajan en microbús, se alejaba arrítmicamente entre arrancones y enfrenones, en una de las huidas menos elegantes que se han visto en la historia.

Patricio se acomodó en su asiento, encogiendo las piernas para poder sentarse entre la señora que llevaba la gallina y el individuo que olía a mole poblano. Comenzó a saborear lo que parecía ser, por fin, una victoria en contra de esta muchachita. Y es que esta despedida no era la primera que habían tenido.

En la fiesta del amigo de un amigo suyo, ella había sido invitada por la amiga de una amiga del amigo de su amigo. Y él la había detestado desde que la vio. Alta, maquillada a más no poder, llena de pedrería y lentejuelas, hablando sólo de fiestas y ropa. Era su antimujer. Pero comenzaron a hablar, y Patricio encontró una tranquilidad en esa risa tonta que ella tenía. Era como si todo el mundo se frenara a escuchar la risa de esta mujercita. Por supuesto, Patricio se acercó a ver este extraño suceso más de cerca. Se presentó y le contó un chiste. Y ella se rió. Y el mundo se frenaba.

Y, contra todo pronóstico, ella le pidió su teléfono. A él, que su camisa más lujosa era la que se había ganado en el centro comercial cuando probó la marca esta famosa de dentífrico. Sí, Patricio es de aquellas personas que utilizan la palabra dentífrico. Y ella es de estas personas que odian la palabra dentífrico, y se ríen cuando la escuchan, y el mundo se frena. Y sin embargo, ella le pidió su teléfono. Y él le habló.

La primera cita fue en un parque. Ella llegó, como la moda citadina dicta, una media hora tarde. Y él la esperó. Pasearon un rato por los jardines, Patricio frenando al mundo cada dos o tres pasos, hasta que ella se cansó de estar desclavando sus tacones de aguja todo el tiempo del pasto, y el mundo se frenaba a intervalos cada vez mayores. Llamó a un taxi y dejó a Patricio con su canasta de picnic y su guitarra solos.

La segunda cita fue en un restaurante lujoso. Esta vez ella escogió el lugar, uno en el que el suelo sí estuviera habilitado para tacones. Patricio tuvo que pedir una chaqueta para poder acceder al restaurante. Así es, Patricio es de aquellas personas que utilizan la palabra chaqueta y la palabra acceder. Y ella es de las que se ríen de ello. Y frenan al mundo un poquito, aunque sea de vergüenza. Comieron bien. Comieron lento, porque Patricio no paraba de hablar y ella de enseñar medio bocado entre carcajadas que frenaban al mundo, y la mitad de la calma del resto de los comensales. La otra mitad de la calma fue destruida por completo cuando ella comenzó a tornarse azul. Y Patricio saltó por encima de la mesa, la tomó por detrás y con la maniobra de Heimlich, porque Patricio es de aquellas personas que saben hacer dicha maniobra, le sacó un pedazo de pollo del tamaño de un pequeño hámster, porque, por supuesto, ella es de de aquellas personas que tuvieron un hámster de pequeñas. Después del incidente, ella estaba indispuesta y se despidió, dejando a Patricio y la cuenta solos en el restaurante.

La tercera cita fue en el cine, algo neutral. Ella escogió el lugar y Patricio la película. Una comedia por razones algo evidentes. No pudo haber sido mejor idea, Patricio sólo tenía que esperar la escena y listo, el mundo se frenaba con esta risa melodiosa. Hasta las palomitas duraron más tiempo gracias a estas pausas. Sin embargo, el celular de ella sonó, por supuesto con uno de estos temas de reggaeton que Patricio odia, y ella salió de la sala hablando con su amiga. La hora y media de la película le causaron tortícolis a Patricio, ya que cada dos minutos giraba el cuello para ver si se aparecía de nuevo por la puerta. Cuando empezaron a mostrar los créditos, Patricio salió y deambuló por el centro comercial, sin suerte. Le llegó un mensaje de texto después de un rato. En el mensaje venían disculpas por dejar a Patricio y a las palomitas solos.

La última cita fue en un museo. Uno que no tenía pasto, ni pedazos de pollo grandes, ni recepción celular. Algo moderno, tal vez arte, era lo que mostraban ahí. Patricio no sabía bien qué opinar, pero al parecer lo poco que opinaba seguía funcionando con el truco de frenar al mundo. Ella no paraba de reír. Pasaron a una sala con una pintura que estaba en préstamo, una pintura de Vermeer, porque, así es, Patricio es de estas personas a las que les gusta Vermeer. Y ella es una de estas personas que no sabe quién es Vermeer. Y Patricio le comenzó a contar todo acerca de Veermer, y su trayectoria artística, y los detalles a encontrar en su estilo, y lo que contribuyó, e incluso los chismes y detalles de su vida.

Patricio presenció como, en menos de un segundo, el mundo se aceleró tres o cuatro minutos. Se sintió muy viejo de la nada. Hizo caso omiso a esta distracción y siguió su relato, pero volvió a ocurrir. Algo muy incisivo estaba haciendo empujar al mundo hacia adelante. Una vez más, volvió a retomar la conversación. Pero no, algo estaba mal. Hasta una tercera vez, sintió como el mundo iba más rápido que de costumbre. Ella había bostezado al menos tres veces. Patricio calló y empezó a caminar en silencio hasta la salida. Ella lo siguió.

Afuera del museo regalaban globos. Patricio es de esas personas que toma todo lo que sea gratis, y que sabe que ella es de aquellas personas que odia que la gente tome cosas gratis. Tomó un globo y el primer microbús que pasó. Y ella vio irse a Patricio y a su globo, acompañados uno del otro.

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